15 abril, 2007

Un ratoncito de canción

En un lugar recóndito de cuyo nombre no puedo acordarme, vivía un ratoncito chiquitín, de los de diente en García Baquero, con ojos vivos y piel tierna, con cola ágil y patas estupendas. Por las mañanas siempre se balanceaba, sobre la tela de una araña, y como veía que no se caía iba corriendo a llamar a un elefante. Después jugueteaba por la despensa buscando rodajas olvidadas de embutido aún sin enmohecerse. Más tarde salía a buscar a sus amigos por las calles empedradas del pueblo, y jugaban a las canicas o al ajedrez, además de intentar entrar a las casas de los más favorecidos para rapiñar algunos fragmentos de caviar o de alimentos más "nobles" que los que en su casa había.

Siempre traía, al menos, una brizna de jamón de pata negra, con el que presumía con sus amigos los demás ratones, y es que su "dueño" poseía una chacinería donde además había todo tipo de embutidos y carnes, saladas en largos periodos de oscuridad en aquellas amplias bodegas. Volvía entonces al mediodía y se disponía a dormir la siesta, siempre cerca del ventilador y con la almohada en los pies. Era entonces cuando sus más fervientes deseos y anhelos cobraban vida, y soñaba con ser un gran campeón jugando al ajedrez para así alardear con sus amistades. Finalmente despertaba, y era la hora del café, cuando las amigas de su "dueña" llegaban para tomar esas bebidas venidas de otras tierras, acompañadas de pastas, turrón o bolitas de anís. Siempre le caía algún anisete que llevarse a la boca, aunque lo que más le gustaba era roer el papel de aluminio del chocolate, para después chupar el delicioso manjar producto del cacao. Nunca quería asustar a nadie, así que se escondía entre las patas de los sillones para no ser visto por las climatéricas amigas de la madre de Susana, su verdadera dueña, y la que le daba de comer siempre que podía una deliciosa jícara de chocolate. Así no tenía que roer a escondidas como un vulgar ladrón; pero la tentación era muy grande, y la mayoría de las veces no podía esperar a que la muchacha volviera del instituto por la tarde para recibir ese oro dulce y marrón en su paladar.



Normalmente se echaba a dormir a las 9 de la noche, pero si había partido de fútbol o alguna película, esperaba para verla junto a la dulce joven de cabellos rizados y su padre, que amaba profundamente el séptimo arte. Y así transcurría la vida del pobre ratoncito, que si no hacía esto en otras ocasiones era porque lo llevaban a ver un teatro, o porque los primeros fines de semana de cada mes se iban al campo, llevándolo siempre Susanita en una pequeña cajita de madera con un par de agujeritos, cuidando de no dejarlo fuera de su vista, porque allí los gatos, zorrillos y bichas podían estar al acecho de tan urbano animal, poco acostumbrado a lidiar las batallas a vida o muerte que diariamente se sucedían en el medio rural. Y vivió muchos años aquel ser, primo lejano de la ratita presumida, pero eso ya es otro cuento y no nos incumbe, y por eso decimos adiós.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Susanita tiene un ratón, un ratón chiquitín...