04 noviembre, 2010

Porque aún tengo muchas cosas que cambiar

Hay momentos en la vida de una persona en los que quizá piensa más de lo debido, más de lo normal. Hay momentos donde uno se encuentra perdido, lejano a puerto, más allá que acá. Quizá en esos momentos lo que uno no necesita sean personas, ni siquiera un abrazo o una caricia sean suficientes. Quizá todo pueda salir de uno mismo, quizá la única manera de sobrevivir sea teniendo en cuenta que sin nosotros mismos no somos nada. Parece una tontería, seguramente lo sea, pero muchos olvidamos, zombies de nosotros en el maremágnum de estrés y vértigo que es nuestro día a día, que existimos, que somos.

Es entonces cuando necesitamos un palo, cuando necesitamos que la vida se nos muestre así, tan cruda; cuando es obligatorio despertar a nuestro yo para que nos pegue un buen coscorrón, para que desparrame una jarra entera de agua fresca en nuestra cara y nos mire fijamente a los ojos para hacernos despertar; despertar y ver, ver como nunca de claro, que existimos, que somos, que estamos ahí y que todo lo que mostrábamos a los demás es una mentira. Estamos ahí debajo, ocultos bajo la máscara que vuela con el aire de la rutina, bajo un manto que con el tiempo se vuelve más y más denso y que cada vez nos aleja más de nuestro verdadero ser.

Entonces respiramos, olemos, tocamos, vemos y oímos como nunca, como sólo nuestros yos anteriores lo hicieron, y los envidiamos por ello, crueles jóvenes de antaño que no eran más que nosotros con mucha menos edad, o con poca. A veces sólo necesitamos un empuje, un pequeño big bang, un disparo, un golpe certero para volver a ser, para ser nosotros. A veces llegan de casualidad, rememorando otros tiempos, recordando un futuro prometedor. A veces no pueden llegar más que desde dentro, poniendo un poquito de voluntad. Eso sí, cuando llega ese impulso, no sabes por qué no te lo dieron antes, y cómo pudiste vivir sin él.

No vale de nada aferrarse a las personas ni a las cosas, porque pasan, se van, llegan, vienen, molestan, tocan, agradan, desagradan, agradecen y desagradecen. Vale de mucho disfrutarlas cuando llegan, anhelarlas cuando se van, desearlas cuando no se tienen y olfatear su aroma cuando están llegando. Pero siempre, no lo olvidéis, siempre, lo único que tendréis a vuestro lado es vuestro verdadero ser. Cuando no os quede nada, cuando llegue el fin, cuando nada importe salvo la siguiente inspiración, aún os quedará vuestro verdadero ser, que de nuevo, tan franco y sincero como lo fue de niño, tan fresco como siempre una vez liberado del manto que tejió la rutina, os mirará a los ojos y os dirá: “gracias, hasta aquí hemos llegado, encantado de conocerte”.

Y mientras todo esto pasa, mientras la golosina de la vida se va consumiendo, dejando cada vez más fuerte sabor, cada vez más aromáticos olores y cada vez más ansias por consumirla en nosotros, no arreglamos demasiado pensando más de la cuenta. Eso no lleva a nada bueno, jamás nadie descubrió el misterio y jamás nadie lo hará. Aprovecha, amigo, chupetea, lame, goza, absorbe, muerde, besa y haz gorgoritos con tu saliva caramelizada si quieres, tuyo es el azúcar de la vida si lo sabes sacar, tuyo es este mundo si sabes para qué usarlo, tuyo es el fuego si quieres quemarte, tuyo es ese cuerpo que no es más que un medio de locomoción y un medio para saber dónde estás en cada momento, tuyos son los demás si sabes sacar lo mejor de ellos, tuyo es tu principio, y tu final, pero mientras: disfruta cuando aún vas por la mitad.


No sé vosotros, pero yo voy a volver a ver Amélie (cosa que pocos entenderán qué tiene que ver), porque… aún tengo muchas cosas que cambiar.

(Escrito con la inspiración de la BSO de Amélie)

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