31 marzo, 2018

Evocadoras librerías de viejo

Es agradable ver que siguen existiendo lugares que pueden hacerle a uno volar más allá de nuestra mundanal existencia, que pueden evocar otros lugares, otras vidas, otras dimensiones paralelas sin haberle hecho siquiera a uno salir de entre cuatro paredes.

Ese fue el caso de aquella vetusta librería de viejo de aquella histórica ciudad. Es curioso, pues a veces nuestra vida nos da sorpresas a base de casualidades, y qué casualidades más maravillosas cuando hablamos de revelaciones literarias, quizá las más provocadoras, las más incitantes, las más encorajinantes y por supuesto las más estimulantes. Fue todo un puro capricho del destino, que veintiún años atrás hizo llegar a mi conocimiento de la existencia de este libro que versaba sobre la historia, sobre nuestra historia de hace casi 150 años, y por entonces, aún sin llegar a la adolescencia, lo veía como un sueño alcanzable para mi colección, que nunca pudo cumplirse por haber sido una tirada exigua, lo que provocó el desalentador cartel de "agotado" primero, y después de "descatalogado", dando con los huesos de mi esperanza en el suelo: nunca tendría ese libro, al menos durante ese siglo, al menos mientras no volviera a reeditarse.




Fueron pasando los años, y quedó en mí ese anhelo, ese recuerdo, y por pura coincidencia pensé buscarlo en alguna biblioteca de Andalucía, hasta que encontré su situación en al menos 10 bibliotecas de pueblos y ciudades de nuestra comunidad, dejando como propósito el ir alguna vez a leerlo a alguna de ellas. Ojo, no cejé en el empeño, y busqué también en internet, en esas páginas de segunda mano, en todas descatalogado, e hice alguna petición por email que seguramente no daría fruto... Fue así como quedó todo en barbecho, hasta la semana pasada...

Entonces recibí un correo indicándome que el libro estaba disponible en aquella vieja librería, y contentísimo les dije que allí estaría apenas pudiera, y así fue como conocí por primera vez aquella librería de viejo. Mi primera visita fue totalmente embriagadora, ya fuera por el perfume de los libros, su olor natural, por la situación de los estantes, por la música, el orden de las categorías, y por supuesto el mostrador y el librero que en él se encontraba (al que algunos llamarían bibliomita), amable, cálido, comedido y sin duda buena persona, como no puede ser de otra manera en alguien que vive rodeado de cultura y le es imbuido todo ese caracter por todo ese ambiente. Como decía, todo allí era evocador, formando una mezcla extasiante para los sentidos, faltando casi solamente ese humillo que la hiciera parecer decimonónica o proveniente de otra dimensión, como quizá pudiera ser en realidad.



Rápidamente comenzaron a rular por mi cabeza fragmentos de La Sombra del Viento, de El Guardián de las Palabras o de La Historia Interminable, viendo cómo un niño cualquiera anda leyendo uno de esos libros antiguos, quizá recomendado por algún cancerbero del Cementerio de los Libros, una especie de Minotauro, de bibliomita, que entre todas estas palabras encuentra mucho mejor acomodo. Quizá ya mi mente había convertido la vieja librería en un alter-ego fantasmagórico en el que no estábamos solos allí los dos, sino que convivían con nosotros los fantasmas escritos hace décadas de cada uno de los personajes que asomaban por esos rancios lomos, y donde el librero no era ya más que un soldado templario intentando defender todo aquello frente al progreso y a lo online, en una batalla perdida, infructuosa, pero haciéndonos sentir orgullosos a todos los que allí pasábamos esa tarde, ya fueran los viejos corsarios de la repleta estantería de la derecha, la dama francesa de la esquina, el caballero ruso del final o el cavernícola que viajaba por el tiempo montando en una máquina robada a otro viajero incauto, todos allí vislumbrándose entre ese humillo, o quizá polvillo fino que no dejaba ver con claridad.



Así era esa librería de viejo, con su ambiente evocador que me llevó al infinito y más allá, mientras del otro lado, el caballero templario me entregaba ese libro de color morado que tanto ansiaba tener entre mis manos; y lo acaricié con suavidad, dándome cuenta de que prácticamente estaba nuevo, y que la compra merecería completamente la pena.

Y así, saludándonos como caballeros, y advirtiendo que quizá sus hijos no heredaría el negocio y todo acabaría siendo vendido al trapero, me alejé dando pasos cuidadosos, como si también el suelo fuese un incunable, mirando a un lado y a otro, viendo nada más que baldas rebosantes, estantes esperando que alguien les permita tener un hueco para respirar; y entre medias un inventor inglés, un aventurero italiano y las desventuras de una tribu sudamericana, todos ellos despidiéndose de mí, quizá hasta otra vez, viendo cómo me alejaba entre la niebla y cómo llegaba hasta la puerta, que se había abierto mágicamente sola para tener esa deferencia caballeresca conmigo.

Y así, echando un último vistazo ya fuera del ángulo del librero, cerré hasta la siguiente vez, abrí el paraguas, guardé el libro como mejor pude y me fui alejando por esa oscura y angosta calle entre gotas de agua, mientras pensaba cuándo sería la próxima vez que vería mi librería de viejo, ya mía, y de tantos personajes y personas reales que ella me evocaba: poetas conocidos de éxito, escritores de renombre que vuelven oro todo lo que tocan, tuercebotas que no hilan bien ni dos versos pero que lo hacen por amor al arte, participantes de cualquier concurso literario que se preste, lectores ávidos de Faulkner, amantes acérrimos de Galdós, recomendadores encarecidos de Jenofonte o simplemente juntaletras, todos ellos en ese mismo lugar, en esa misma estrechura, viendo cómo me alejaba, cómo me despedía con mi tesoro, hasta que nos volvamos a leer...

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