20 diciembre, 2018

El malabarista del frío asfalto

Llego con mi coche a la gran ciudad, y tras pasar el primer semáforo en verde, el siguiente se encuentra cerrado, con su rojo pasión encendido, obligando a pararnos. Los peatones comienzan a pasar, y levanto la vista un par de coches más adelante, hasta el paso de cebra, y ahí está...

Lanzando al aire sus pelotas, haciendo malabarismos de 5 ó 6 nada menos, para divertir a los conductores que esperan en el semáforo, para entretener a un público que ya no está acostumbrado a esperar, a respetar esos tiempos muertos que la vida nos regala, a pensar, a recordar, a simplemente dejar la mente en blanco; pero no, casi todos piensan en coger el teléfono que tienen al lado, para mirar alguna chorrada de whatsapp, sólo para ver si tienen alguna notificación.

Él, mientras, sigue jugando con sus bolas, que surcan acompasadamente la ciudad, en una avenida gris, triste e impersonal, fría y distante, en la que no parece haber sitio para la improvisación, para el arte, para la alegría, y en la que todo se reduce a un abanico de estreses, velocidades, tiempo que perder y alienamiento, porque esos cuarenta segundos son para la mayoría un fastidio, algo que sobra, un momento que desechar, una situación a erradicar que ojalá no se repita.



De pronto el semáforo de peatones empieza a parpadear, avisándonos de que las hordas de automóviles van a arrancar en breve, arrasando todo, volviendo aún más gris la avenida con sus masas de dióxidos y nitrógenos, con sus humaredas, sus ruidazos mecánicos, sus impactos suspensivos, sus ruedas horadando microscópicamente el asfalto. Y deja de hacerlo y se pone rojo, paralizando a los seres de dos patas, inmovilizándolos de miedo, y los motores se dejan llevar, los frenos se sueltan y comienza la sinfonía.

El malabarista muestra sus pelotas por si alguien quiere dejarle unos céntimos, pero es literalmente engullido por los carros de fuego, por los tanques de colores metalizados, por las máquinas del diablo que nuestros tatarabuelos ni soñaron, y se retira a la mediana para esperar un par de minutos a que vuelva a comenzar la sinfonía de frescura que él encarna y que se despliega sólo cuando el crudo cemento y sus endiablados artefactos de cuatro ruedas descansan por un momento.

Sí, esta vez ha sacado las mazas y una pelota de fútbol, y hace malabarismos con las tres mientras con la cabeza da toques, impresionando a los primeros coches, que no dudan en aplaudirle y darle un par de eurillos, mientras él, con cara agradecida piensa que quizá no todo está perdido, y ante el nuevo parpadeo del muñequito de los peatones, se retira de nuevo, esta vez con un pequeño botín monetario; pero nada, una insignificancia frente a esa satisfacción del trabajo bien hecho, de estar siendo ese soplo de aire limpio que necesita la ciudad, durante un rato, y de ser un respiro en la ajetreada vida de tantos de nosotros, que no queremos perder ni un segundo ni en mirarlo, desesperados por ver el verde de nuevo...

El malabarista tiene pinta de perroflauta, de los de manual, con sus ropajes hippies y un bigote muy negro, con la piel bastante curtida y oscura, con una sonrisa pícara y por supuesto una técnica malabarística impecable y excepcional. Mientras espera ve pasar coches y motos a más de ochenta por hora, cuando deberían hacerlo a cincuenta como mucho. Motos trucadas para hacer más ruido, conductores de bus que piensan que llevan sacos de garbanzos, coches utilitarios envejecidos que marchan junto a carísimos prototipos de marca que cada pocos años se renuevan con algún tipo de alquiler 'leasing'. Entre polvo y suciedad, partículas cancerígenas, humo negro y un ensordecedor e insoportable rumor que a todos nos ciega y atonta.



Y cae la noche, y en vez de irse a casa, el malabarista tira de recursos y se la juega aún más, cogiendo varios artefactos en llamas, jugándose literalmente el pellejo, mientras el espectáculo resulta sobrecogedor, con ese fuego volando, orquestado por sus manos que hábilmente evitan quemarse milagrosamente, extasiando a los ocupantes de los coches delanteros, asustando a otros que piensan en una explosión de gasolina, todo mientras quizá por un momento la magia del fuego y esa cosilla embriagadora que a veces tiene la noche, crea un ambiente espectacultar que sólo algunos en ese momento estamos siendo capaces de degustar. Ya, es que para la mayoría la prisa sigue siendo mala consejera, y no pueden paladear el momento, mientras desean llegar ya a casa, que mañana es miércoles, porque tienen mucho que hacer, o más trabajo, o acostar al niño que entre semana casi ni ven, o incluso ver la Champions, que juega el Atleti...

Yo lo miro, y no puedo evitar verlo como un héroe, como un valiente, heredero de personalidades míticas, capaces de no dejarse sucumbir por la cruda realidad, por lo gris, lo feo, lo frío, lo impersonal, por no dejarse arrasar por la corrupción, por un sistema que nos atonta y no permite improvisación alguna. Y mientras todo eso pasa, él simplemente ve ponerse de nuevo el semáforo en rojo, coge sus bártulos y repite una y otra vez su sinfonía, igual da que le paguen, igual da que lo miren, pero es la sensación del trabajo bien hecho, de morir por tus principios, y eso, ante un asfalto tan frío, es una visión que no puede hacer al mundo más que reconciliarse por sí mismo. Olé tú, malabarista del frío asfalto.

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