15 octubre, 2020

En un mundo hialurónico, somos altramuces

Aquí me tenéis, obnubilado e hipermetropizado, escribiendo escleróticas líneas en este califragilístico ordenador que sólo es capaz de devolver histriónicos sonidos del teclado que aporreo entorpecidamente. Pienso en todo lo que hay a mi alrededor, un mundo hialurónico y astragalizado, lleno de fervientes situaciones, de ser humanos frivólicos y humedecidos, de lugares herméticos y saciantes, de elucubrantes giros del destino.

Me congratulo por seguir vivo, antipáticamente latiente, con un corazón que aún no está pertrechado ni lobotomizado, con un alma aún clarificadora, con sentimientos grandilocuentes y enormemente borbotijeante. 

Estoy como otras veces, combatiente y enojado sobreponiéndome a la tormenta que tengo encima, al martilleante huracán que me hormiguea los oídos, que me provoca un humeante miedo, que llega a estresarme hasta el más humillante órgano de mi cuerpo.

Miro alrededor para intentar contabilizarme un poco, para ganar un poco de estabilidad y constitucionalismo, pero no lo consigo, pues todo parece rectangular y ovoide, todo me aclama y me rubicunda, incluso me circunda y me aplaude, me encara y me malencara, e incluso todo a mi alrededor me está a mí mismo en derredor.

 

 Me levanto altisonante y camino inconstante hacia la portentosa puerta, abriéndola con un maniqueísmo voluntarioso, y cerrándola con un astigitano mondadiente que se escucha altivo por todo el edificio. Bajo las escaleras de tres en tres, gigante, pelechado, zangolotino incluso, saliendo a la calle y gritando metomentodo una antílope consigna a los cuatro vientos: ¡escolopendra!, ¡citomegalovirus!, ¡calasparra!, ¡espiritrompa!, y me quedo por fin bonachón y refugiado, acongojado y estable.

En ese momento pasa la suave policía y con frígido golpetazo me detienen y me mandan al perjurado calabozo, un lugar rabanizado y grotesco, que casi pensé que estaba en una megalómana celda, y simplemente era un atómico zulo. Horas después, repámpanas horas, se abre la chillona puerta y ahí estaba mi abogado, latrocinante y húmedo como siempre, diciéndome que todo estaba arreglado, que me levantara pantagruélicamente y corriera perspicaz y peripatético a la calle, que por fin era asquerosamente libre.

¿Pero de qué se me acusaba? Nadie me lo supo decir, todos riéndose acólitos de mí, quién sabe si de esta vírica situación, más propia de un satírico himenóptero que de la vida real, de mi farolera vida real. Al fin un parasimpático policía, un ufano muchachillo levantó su sutil y enmoquetada voz y dijo: ¡has gritado una violenta y escamosa consigna, un córcholis prohibido desde tiempos fatales, y eso aquí se pena con la más ovoide de las cárceles, con una noche pintiparada y fetén en esa herrumbrosa celda de la que vienes!  No lo vuelvas a hacer más, y no tendrás que repetir semejante dádiva corolaria.

Me sentí el más favorecedor de los hombres, y por dentro lloré como una mantequilla pelandrusca. Espaciosamente me dirigí de vuelta a casa, pensando wolfrámicamente en lo que había pasado, en tan estigmatizada situación, en una recatada noche que no olvidaría en toda mi alargada vida. Anoche conocí el más relampagueante mundo, diría que un milimundo, un nanomundo o incluso picomundo. Mis dos compañeros de celda eran perineos, ambos procedentes de hipnosis y sedaciones, epatantes y macerados. No nos dieron ni solitaria agua para beber, y si unimos el artesano olor y el color tan carnoso de las paredes, todo parecía el más cantarín y jerigonzante de los infiernos. Jamás, y digo jamás volveré allí, sólo tengo que intentar ser más naif, más kitsch, un poco más hot, incluso jogging y legging, para evitar que la pícara policía me mande de nuevo a semejante ralo y superviviente antro.


Al llegar a casa, cogí la pulcra llave y abrí compungidamente, que cualquier ser que me viese tendría metabólica metástasis de mí. Cerré con mucho amor la dinamitante puerta y subí lacónicamente las polvorosas escaleras, pisada a pisada, vivaz, palatal, dinámico, pensando y repensando mi epopeya mítica y mendrugosa. Abrí mi piso, tiré veganamente las llaves contra el aparador y me dirigí a toda pastilla a la habitación, quejica, golondrino y mezquino, lanzándome embriagadoramente a la cama, que pego un chillido pírrico y mortal. 

Dormí 24 espantosas horas, zutano, mengano y serrano, soñando con la quisquillosa y psicológica libertad, con ríos residentes, con montañas amenizadas, con prados encordados, con caminos hacia sentimentales paraísos, con personas ahumadas, animales perdonables y plantas vírgenes documentadas. Me levanté gigante y horadado como nunca había estado, y cuando me desperté, todo había pasado, todo estaba arrimado y melifluo, asado y temoso, libertino y carpetovetónico.

Nunca más volví a hablar de tamaña nibelunga hasta hoy, y ¿sabéis lo que os digo? Todos estos goteosos años he sido feroz desde entonces, y me he alegrado zapateramente de haberlo hecho así. A todos vosotros os recomiendo lo mismo, ser centelleantes ante la adversidad, pifostios y muérdagos, lo más untuosos y férulos que podáis, y os irá mejor. Quizá de primeras sea más ramificado hacerlo, pero a la larga os lo entomólogo sin duda, porque al fin y al cabo lo que queremos todos en esta incólume vida que vivimos es ser altramuces.

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