¡Cras!, ¡platch!, ¡plof!, ¡catacroc! "Mmm... ¿qué se habrá roto esta vez?... ¡Oh dios mío, es el...!"
Se ha roto la última taza de aquel juego de 6 que compramos cuando nuestros hijos eran pequeños; se ha roto aquella figurita que hice junto a mi hermano cuando era pequeño; se ha hecho añicos ese jarrón que llevaba ahí toda la vida; quizá, el niño ha roto sin querer la última maceta que quedaba de las que había cuando amueblamos la casa por primera vez; han tirado la última casa que quedaba de las que había en la calle cuando jugábamos de pequeños allá por la posguerra; se ha retirado el último jugador que quedaba en activo de los que ganaron la plata de Los Ángeles; se ha jubilado el último maestro de los que había en mi escuela cuando yo estudiaba; ha ido al desguace el último Seiscientos que quedaba en la ciudad; puede que haya muerto el último veterano de la Guerra; se haya despintado mi vieja camiseta; se hayan roto mis adolescentes zapatos, que usaba desde el siglo pasado; se haya esfumado la amistad más anciana que tenía; se haya roto el viejo televisor en blanco y negro del abuelo; se haya quemado el prado donde jugaba de joven...
Estos son ejemplos de tantas y tantas situaciones que pueden darse, algunas que ya se han dado, a mí o a otros que conozco o conocí. Igual que se esfuma una vida humana en el momento en el que la sangre deja de regar el cerebro, igual que explota una bomba, igual que pasa un segundo de reloj o un oscilar de cualquier viejo péndulo: en un abrir y cerrar de ojos desaparece ante nosotros un trozo de lo que somos, un trozo de lo que fuimos y algo que formó parte de nuestra vida durante un tiempo, y que siempre estaba ahí.
Estaba ahí cuando ya ni siquiera reparábamos en él, cuando pensábamos que estaría para siempre, cuando ya no lo usábamos para nada, cuando nos importaba un bledo; pero cuando se rompió, cuando desapareció, nos partió el corazón y nos dolió en lo más profundo de nuestra alma, porque queramos o no, esa maceta, ese jarrón, ese prado, esos zapatos o esa figurita, eran parte de lo que somos, parte de nuestros recuerdos, de nuestros más antiguos recuerdos.
Echa un vistazo a tu alrededor, en esa habitación en la que estás, frente a un monitor de ordenador que no ha cumplido ni los 10 años. ¿Cuántos años tiene el objeto más viejo que puedes alcanzar a ver? ¿No miras probablemente con más ternura a los objetos que conoces de más tiempo, que han estado contigo siempre? ¿Por qué nos gusta, aunque nos mudemos de casa, mantener siempre algún objeto de nuestra infancia que hubiera estado con nosotros desde siempre, para sentir que no hemos perdido todo aquello? ¿No es sino una forma de mantener nuestras raíces, recordando que esa maceta, ese bolígrafo, ese amuleto estaba ya con nosotros cuando éramos críos, y ahora con 25-40-55 años podemos decir que nos ha acompañado toda la vida? A esos objetos casi los veneramos, y cuando uno se va, es casi un hijo el que se va, es un vástago nuestro, un trocito de piel que perdemos para siempre y que ya sólo podemos mantener en el recuerdo. Reconstruir el jarrón no merecería la pena, sería como mantener ahí un cadáver del pasado.
De todas formas, y por mucho que nos pese, no debemos aferrarnos nunca a los objetos ni a las personas. Si se ha roto, si se ha ido para siempre, recuérdalo con cariño, otros vendrán que su hueco llenarán lo más posible. Y si hay que "hacer una limpia", ya sea en nuestro armario, nuestro messenger, nuestro corazón o nuestra cajita sagrada, pues se hace, y se elimina todo lo que realmente sobre. Se dice que las cosas en nuestra mente no ocupan nada, así que, a recordar, y ¡larga vida al bosque, al río y al prado en el que jugábamos de pequeños!