Mi tarro de las esencias
Saboreo cada minuto mientras una de mis últimas oportunidades pasa. Paladeo cada matiz que recuerdo desde hace tantos años, cada olor, cada tintineo, cada visión mil veces repetida que sé que cuando se vaya nunca volverá. El misterio de mis propios recuerdos, el misterio de un lugar, de un espectáculo de sensaciones, teatro que sólo yo puedo entender.
Mientras la lluvia impregna lo que somos, mientras somos espectadores de nuestro propio fin, mientras nos retiramos a un cómodo sillón a terminar la película, así mientras tanto seguimos existiendo. Y yo continúo saboreando mi propio capítulo como si fuera el último, sin saber si quedan aún dos, tres o cientos, pero a sabiendas de que aun así lloraré cuando todo acabe pese a haberlo saboreado tanto y tan bien, tan consciente de su propia fragilidad.
Debería atesorarlo, guardarlo en mi memoria, pero la memoria es sabia y no necesita de esfuerzos, lo que verdaderamente merece la pena, lo que somos, eso nunca se olvida, y todo esto formará parte de nosotros para siempre, queramos o no, es nuestro bagaje.
Saboreemos el último año en la escuela, junto a compañeros que lo dejarán, junto a otros con los que no volveremos a coincidir. Saboreemos el último día de trabajo en prácticas en un lugar maravilloso o inesperado que no volveremos a pisar. Saboreemos esa última conversación con el abuelo, quizá no tan intensa como las de antaño, pero quizá sólo por ser la última, por tener ese significado simbólico. Saboreemos ese último tango en París. Saboreemos el último partido del Dream Team en directo, mientras todo se desmorona y una generación se retira para siempre. Saboreemos nuestra última procesión de Semana Santa, cuando el tiempo ha hecho que ya nada sea lo mismo y el año que viene sea imposible salir. Saboreemos el último plato de nuestras madres, cuando quizá ya ni siquiera sepa como antaño, como el verdadero sabor irremplazable que quedó para siempre en la primera posición de nuestro 'top chef'. Saboreémonos viendo la última figurita en pie de la colección, que mañana también caerá rompiéndose en añicos para siempre, porque siempre puede ser la última vez. Saboreemos el viejo árbol junto al que siempre crecimos, que sucumbe a la enésima infección. Saboreemos incluso el Sol, porque mañana no sabemos si el planeta seguirá girando y el hemisferio contrario queda lejos. Saboreemos el camino, porque quizá el destino no sea tan maravilloso como el propio viaje. Saboreemos el sabor de nuestra propia alma, de lo mejor que tengamos dentro, porque quizá el tiempo nos haga cambiar. Saboreemos la lluvia mientras cae, porque luego puede ser barro del que huir. Saboreemos ese último capítulo de la serie eterna. Saboreemos el último disco del viejo grupo rockero, el último concierto, la última entrevista antes del fin. Saboreemos como la primera vez, saboreemos el primer beso, el primer amor, la primera croqueta, el primer descenso en esquíes, el primer nado en el mar, el primer crucero, el primer paseo en globo, porque podría no haber más, pero por qué no por ser simplemente los primeros.
Así van pasando las oportunidades, chicos, una conversación es una oportunidad, como lo es una lectura, un paisaje, incluso un animal ladrando insoportablemente que ni siquiera querremos saborear, humanos somos.
Mientras escribo se suceden ruidos insoportables, cómo no, pero esos no nos llenan, los olvidamos fácilmente, no como el canto del ruiseñor o la paloma, no como las caricias, no como los sabores de antaño que antes comentaba, todo eso se graba para siempre y sobrevive incluso a la demencia, porque todo eso somos nosotros.
Así, mientras saboreamos, nos burlamos de los que no son capaces de hacerlo, no por falta de aptitud, sino por falta de actitud, por haber perdido ese poder que sólo recuperarán en momentos concretos vitales, por haber perdido su interior, y nos vanagloriamos de tener ese inmenso poder, el poder de evocarnos a nosotros mismos, de indagar en nuestro yo más interno y sacar toda la sustancia. Luego ya habrá quien sea capaz de mojar su pluma en todo ese jugo y crear una maravillosa composición, quizá de mojar su pincel pintando un corazón, de mojar sus largos dedos en las teclas o cuerdas de algún instrumento, de mojar sus manos en la arcilla o quién sabe dónde, esos ya a estas alturas de la película, amigos míos, esos ya son privilegiados elevados al cubo, y no, no querremos optar a tanto.
Una vez que hayáis sacado todo eso y lo tengáis en un tarro, simplemente destapadlo, es el tarro de vuestras propias esencias, para que todas las mañanas de vuestra vida podáis oleros a vosotros mismos, a vuestra propia esencia como seres animados que de verdad existieron, a vuestro propio yo que se niega a vivir alienado, lejos de sus raíces, a vuestro yo que se niega a ser un robot, al niño-adolescente-maduro-anciano que lleváis dentro, que nunca cambiará.
Y así, mientras sigo guardando en mi tarro todo esto, lo escribo en cuatro notas quejicosas, en cuatro letras juntas que no tienen valor más allá de estas cuatro paredes, más allá de este tarro cilíndrico, más allá de mis propios sentidos, pero sí para mí. Y ahora, tranquilamente, echo un olfato a mi tarro y lo vuelvo a cerrar herméticamente, hasta mañana...
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