La última Semana Santa
La última semana Santa fue gris y lluviosa, un poco fría, muy nubosa, como si supiesen las nubes que no debían dejar salir mucho el sol, pues esta semana no era motivo de alegría. Todo comenzó un viernes de Dolores, como siempre, y con la Virgen encerrada, igual que la Borriquita del domingo, salidas negadas por la lluvia, procesiones que no salen y que a algunos hacen llorar, como en otras semanas santas, como en la última.
El lunes el Cristo de Medinaceli y el miércoles Jesús Preso hacen acto de presencia, desafiantes frente a las inclemencias, días que lucen menos, que no son los grandes, pero que tienen mucha tradición y también son importantes.
El jueves, como siempre, cantos desgarrados, saetas al Cristo, hombres de trono que llevan con ilusión al crucificado. Mientras, la Virgen baila contenta al son de una animada marcha, bajo ese palio que ya no deja contemplarla desde las alturas, ajena a su propio dolor, presa de una moda costalera, mímesis de otras tierras, preciosa, sí, pero ocultando a sus portadores, mujeres como ella que ahora trabajan desde el anonimato. Encuentro en el que ya no se puede vivir la emoción de los varales enfrentados, de los brazos alzando a madre e hijo, casi rozándose, crujiendo en un momento indescriptible que ahora nos ha sido hurtado. Parece no importar, ahora la virgen baila las marchas, heroicos costales, pero al final todo cada vez más unificado, sin personalidad propia.
La Última Semana Santa, el Cristo pasó como siempre, solemne, sencillo, por última vez, como si no tuviera que hacer nada especial, simplemente seguir adelante. Señor crucificado que no sabe que tiene que saludar, que decir adiós, que sólo pasa como ha hecho tantas veces, viendo a los demás despedirse mientras él sigue impertérrito décadas y décadas, incluso sin el hombre que le dio apellido.
La última Semana Santa fue la última vez para muchos de estos santos, aunque luego Nuestro Padre Jesús estuviera citado todavía en septiembre, casi como encargado de dar la bendición final a todas esas Semanas Santas, no sin olvidar a San Marcos, San Isidro o a la Alharilla.
Uno es consciente de que está viendo pasar por última vez estas obras de arte, y algo se rompe por dentro, algo te dice que todo ha de seguir, que esta energía no desaparece, sino que se transforma, y ya volverá con otra forma, de otra manera, quizá sin que nos demos cuenta, pero será lo mismo, y ahí reside la gracia del asunto.
Mientras los pasos pasan por última vez, yo me acuerdo de tantas otras veces, de otros pasos que pasaron, incluso de los que pasarán, ajenos a los que ya no están, a los que algún día tampoco estaremos, y algo se me rompe por dentro, desconsolado ante algo que no puedo controlar, que se me escapa entre las rendijas de los dedos, que atesoro, y que a cada intento de recoger lo que voy perdiendo, hace que por otro lado se me escape mucho más. Quizás sin ver a las vírgenes, pero sabiendo que aunque bailan, ellas lloran por cada uno de nosotros, y nos esperan en algún lugar, como se espera a cualquier hijo por muy lejos que se haya ido, y al que se desea con la esperanza de que pronto regrese.
El viernes noche ya no era lo último, pues el domingo se esperaba al Resucitado, recién creado, para gloria de una Semana Santa completa. El viernes noche era aún más triste, casi de funeral, como mandan los cánones. Madres planchando esos vestidos de nazareno para sus niños, durante horas, rojos y celestes, negros y amarillos, madres que no piensan en que quizá algún día no puedan hacerlo, que no saben que sus propios niños tendrán que planchar algún día solos esos vestidos, no importa, no parece importar, los vestidos siempre tendrán quiénes los planchen, mejor o peor, pero con la misma ilusión del primer día, nazarenos, tambores, bombos, con candelabros, con estandartes, con antorchas, ondeando al viento, intentando desafiar a esa lluvia que por cuarto año seguido aguó la fiesta.
El domingo, se sabía: resucitó. Por última vez, por quinta vez o así, pero esta vez, y se sabía, la procesión tampoco pudo salir, agua a mantas, a cántaros, agua llorando desde el cielo. La última Semana Santa tuvo menos dulzor, menos roscos y pestiños, pero tuvo. Peor tiempo que otras, pero lo que sí puedo decir es que las siguientes la envidiaron, porque estabas ahí…
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